Y si necesitas utilizar los dos scripts, este es el codigo entero: Yo, tóxica.: febrero 2013

miércoles, 27 de febrero de 2013

Ejercicio de Narrativa No. 3

De disparadores visuales.

Foto de Robert Capa


María Biaggi.

Aquí en la tierra estoy, aquí en la tierra,
y en tu muerte, disperso en mis sentidos.
Y persisten los ojos, las brasas del peligro
y el hábito de andar por los sonidos,
por la humedad, la risa, las tinieblas,
donde las lumbres danzan
como reminiscencias de muertos familiares.
Y todo avanza en mí y todo cae, y todo es un rumor,
un acercarse y amar, y un sufrir por lo amado,
y un llevarlo todo al sueño
y hacer de la tierra un sueño.
Mi padre el inmigrante. V.Gerbasi.


De repente sintió que volvió a respirar. No sabía cuánto tiempo había sostenido el aire dentro, tenía un fuerte dolor en el pecho y con su mano derecha aún sostenía la mano sudorosa de su hijita. Al ponerse de cuclillas para abrazarla, acercó sus labios a la frente de la pequeña para medir su temperatura, sintió una leve calentura y retornaron algunos de sus temores y viejos recuerdos. Miró hacia abajo, desde esa altura la gente parecía muy pequeña, los carros como de juguete. Era la primera vez que intentaba quitarse la vida, tenía 19 años.  No lo comentó a nadie.

María, que había llegado preadolescente a Venezuela,  era la menor de ocho hermanos, todos varones. Apenas encontraron a un paisano suficientemente adinerado para convertirse en su esposo, se desembarazaron de ella, contra su voluntad. Había mucha necesidad como para alimentar otra boca. La muchacha era demasiado blanca, demasiado delgada, no servía para nada a los ojos de la nueva suegra, una gran matrona italiana, vestida permanentemente de negro a causa de los lutos solapados de muertos que ya no recordaba.  Después de un par de meses de matrimonio, se anunciaba el embarazo de María, quien para ese momento pesaba escasos 48 kilos. La decisión de viajar a Italia para tener al bebé estaba tomada. No hubo forma de negociar con Carmelo, su esposo, terco como una mula: pasaría los últimos meses de su embarazo en su pueblo natal, que no era el de ella, al cuidado de su familia política, desconocidos en su mayoría, ayudando en las labores de la viña. El trabajo de parto duró dos días, en los últimos instantes una partera se montó sobre ella y empujó y empujó. Nació Anna en una calurosa mañana de agosto. Una semana después la nonna la llevaría, a escondidas, al Comune a registrarla con su propio nombre, como era costumbre en el pueblo. Anna no supo que se llamaba Antonia hasta sacarse la cédula.

La  noticia de la muerte de su madre originó los terrores nocturnos, el insomnio y la depresión. Maria no cumplía aún veinte años y no soportó la culpa de estar lejos de ella durante sus últimas horas de vida. La tristeza se mezclaba con los recuerdos de un amor demasiado corto. El Dr. Darío Larrazábal, psiquiatra reconocido en Caracas y que contaba con una buena reputación entre las damas de clase alta de la capital, recomendó realizar una cura de sueño de una semana en su clínica en Macaracuay. Una vez terminada la cura, comenzaron las consultas y las prescripciones. Nembutal de 100mg e Hidrato de cloral 500mg una vez al día antes de dormir. Los barbitúricos la mantenían sedada, no podía ocuparse de los deberes de una mujer casada. Y los pocos momentos de lucidez, los franqueaba llorando. Carmelo, obstinado se dirigió a la consulta de Larrazábal.

-Doctor, necesitamos conversar acerca de la situación de mi mujer, no parece haber mejoría- dijo.
-Estos tratamientos toman tiempo en hacer efecto Sr. Biaggi, debemos tener paciencia- replicó el médico, quien al ver los ojos desesperados de Carmelo, comenzó a escribir una nueva prescripción para María. Nembutal de 100mg e Hidrato de cloral 500mg una vez al día antes de dormir. Tryptanol 10mg y Dextroanfetamina 5mg una vez al día con el desayuno.

Las cosas comenzaron a cambiar un poco en el hogar Biaggi. María tenía tiempo para dedicarse a Anna y casi había dejado de pensar en las niñerías de la vieja ilusión. Carmelo estaba satisfecho con la forma cómo su mujer llevaba la casa, incluso habían vuelto a hacer el amor. Deseaba con ansias un hijo varón, pero a su esposa no le parecía prudente dada su situación emocional y los tratamientos. Cada negativa a tener descendencia se acumulaba en los nervios de Carmelo, hasta que decidió no insistir más y buscó consuelo fuera de casa. La pareja tenía cinco años de casados cuando dejaron de compartir habitación. A María la traición le molestaba menos que la sucia idea de acostarse a su vez con una extraña. Decidieron tácitamente, continuar casados, sólo por el bien de estarlo.

-Recomiendo parar el tratamiento con barbitúricos y anfetaminas, vista la evolución- Comentó el Dr. Larrazábal. –Seguiremos con Tryptanol por tres meses más-

Y así lo intentaron, pero en un par de semanas volvieron las pesadillas, el insomnio, las crisis neuróticas y el llanto inconsolable. A estos síntomas, se adicionaron náuseas y unas terribles migrañas que atribuyeron a la falta de sueño. El estado permanente de somnolencia la hacía permanecer en un limbo de las imágenes, la luz y la noche se confundían. No encontraba descanso, muchas veces no reconocía a su hija.  Anna crecía bajo los cuidados de Félida, una morena de la etnia kariña que había llegado de Taskabaña a la capital, arrastrada por un grupo de proselitistas socialdemócratas.

María encontraba la calma sólo cuando volvía a su tratamiento completo. Decidió, sin decirle a su marido, suspender las visitas médicas. Manipuló al pediatra de la familia para que le facilitara los récipes necesarios y a medida que se hacía resistente a las dosis, comenzó a fabricarse cocteles; primero se acercaban a lo que Larrazábal recetaba, con el tiempo se convirtieron en una fiesta de gemas que la hacían sentir mejor. Píldoras para combatir el terror. Carmelo estaba demasiado ocupado con el supermercado, las reuniones de la militancia del partido y las putas, para reparar en el estado de embriaguez farmacológica de su mujer. Félida que en cambio podía ver el deterioro, tenía que convivir con sus arranques de lucidez, las recaídas y los sollozos por un tal Francesco. Los cambiantes estados de ánimo eran insoportables, la cotidianidad se hacía pesada para ambas y los malos humores se vertían sobre Anna, quien ya con cinco años de edad optaba por responder con pataletas y especies de convulsiones producto del llanto sostenido.

Hacía frío, tal vez demasiado para su frágil estado. Se cubrió con el único abrigo que tenía y decidió salir del camarote a tomar aire fresco. La brisa salada le hacía bien, aunque viajar en este momento sólo aumentaba sus náuseas. Estaba sola, embarazada y sola. Regresar a Italia la hacía sentir incómoda: era una extranjera en su país de origen también. Dos semanas de viaje. Acaso este era un buen momento para perderse y dejar todo, pero de qué manera. Sostenida de la baranda veía hacia abajo, sin vértigo, atraída por el mar que una vez le prometía cosas buenas. -Hola- escuchó María, no pensó que se dirigían a ella así que siguió con su mirada fija en la espuma que se hacía en el borde del barco. Sintió una mano sobre su hombro, esta vez giró para encontrarse con el rostro de un hombre. Apenada se apartó, bajó la mirada, su cuello se calentó y le sudaban las manos. Ella no pronunciaba palabra, él sólo la observaba como si estuviese a punto de comenzar una interpelación. Antes de que el desconocido volviera a abrir la boca, María huyó al camarote, no volvió a salir ese día, no comió. Fue difícil conciliar  el sueño, pensando en aquellos ojos, en el instante en que aquella mano se posó sobre ella. En su reacción inmadura. En su esposo, en la vida en su vientre. En la estupidez y en la vergüenza. En lo que haría al día siguiente.