Ejercicio de Narrativa No. 3
De disparadores visuales.
Foto de Robert Capa
María Biaggi.
Aquí
en la tierra estoy, aquí en la tierra,
y en tu muerte, disperso en mis sentidos.
Y persisten los ojos, las brasas del peligro
y el hábito de andar por los sonidos,
por la humedad, la risa, las tinieblas,
donde las lumbres danzan
como reminiscencias de muertos familiares.
Y todo avanza en mí y todo cae, y todo es un rumor,
un acercarse y amar, y un sufrir por lo amado,
y un llevarlo todo al sueño
y hacer de la tierra un sueño.
Mi padre el inmigrante. V.Gerbasi.
y en tu muerte, disperso en mis sentidos.
Y persisten los ojos, las brasas del peligro
y el hábito de andar por los sonidos,
por la humedad, la risa, las tinieblas,
donde las lumbres danzan
como reminiscencias de muertos familiares.
Y todo avanza en mí y todo cae, y todo es un rumor,
un acercarse y amar, y un sufrir por lo amado,
y un llevarlo todo al sueño
y hacer de la tierra un sueño.
Mi padre el inmigrante. V.Gerbasi.
De repente sintió que
volvió a respirar. No sabía cuánto tiempo había sostenido el aire dentro, tenía
un fuerte dolor en el pecho y con su mano derecha aún sostenía la mano sudorosa
de su hijita. Al ponerse de cuclillas para abrazarla, acercó sus labios a la frente
de la pequeña para medir su temperatura, sintió una leve calentura y retornaron
algunos de sus temores y viejos recuerdos. Miró hacia abajo, desde esa altura
la gente parecía muy pequeña, los carros como de juguete. Era la primera vez
que intentaba quitarse la vida, tenía 19 años.
No lo comentó a nadie.
María, que había
llegado preadolescente a Venezuela, era
la menor de ocho hermanos, todos varones. Apenas encontraron a un paisano suficientemente
adinerado para convertirse en su esposo, se desembarazaron de ella, contra su
voluntad. Había mucha necesidad como para alimentar otra boca. La muchacha era
demasiado blanca, demasiado delgada, no servía para nada a los ojos de la nueva
suegra, una gran matrona italiana, vestida permanentemente de negro a causa de
los lutos solapados de muertos que ya no recordaba. Después de un par de meses de matrimonio, se
anunciaba el embarazo de María, quien para ese momento pesaba escasos 48 kilos.
La decisión de viajar a Italia para tener al bebé estaba tomada. No hubo forma
de negociar con Carmelo, su esposo, terco como una mula: pasaría los últimos
meses de su embarazo en su pueblo natal, que no era el de ella, al cuidado de
su familia política, desconocidos en su mayoría, ayudando en las labores de la
viña. El trabajo de parto duró dos días, en los últimos instantes una partera
se montó sobre ella y empujó y empujó. Nació Anna en una calurosa mañana de
agosto. Una semana después la nonna
la llevaría, a escondidas, al Comune
a registrarla con su propio nombre, como era costumbre en el pueblo. Anna no
supo que se llamaba Antonia hasta sacarse la cédula.
La noticia de la muerte de su madre originó los
terrores nocturnos, el insomnio y la depresión. Maria no cumplía aún veinte
años y no soportó la culpa de estar lejos de ella durante sus últimas horas de
vida. La tristeza se mezclaba con los recuerdos de un amor demasiado corto. El
Dr. Darío Larrazábal, psiquiatra reconocido en Caracas y que contaba con una
buena reputación entre las damas de clase alta de la capital, recomendó
realizar una cura de sueño de una semana en su clínica en Macaracuay. Una vez terminada
la cura, comenzaron las consultas y las prescripciones. Nembutal de 100mg e
Hidrato de cloral 500mg una vez al día antes de dormir. Los barbitúricos la
mantenían sedada, no podía ocuparse de los deberes de una mujer casada. Y los
pocos momentos de lucidez, los franqueaba llorando. Carmelo, obstinado se
dirigió a la consulta de Larrazábal.
-Doctor, necesitamos
conversar acerca de la situación de mi mujer, no parece haber mejoría- dijo.
-Estos tratamientos
toman tiempo en hacer efecto Sr. Biaggi, debemos tener paciencia- replicó el
médico, quien al ver los ojos desesperados de Carmelo, comenzó a escribir una
nueva prescripción para María. Nembutal de 100mg e Hidrato de cloral 500mg una
vez al día antes de dormir. Tryptanol 10mg y Dextroanfetamina 5mg una vez al
día con el desayuno.
Las cosas comenzaron a
cambiar un poco en el hogar Biaggi. María tenía tiempo para dedicarse a Anna y
casi había dejado de pensar en las niñerías de la vieja ilusión. Carmelo estaba
satisfecho con la forma cómo su mujer llevaba la casa, incluso habían vuelto a
hacer el amor. Deseaba con ansias un hijo varón, pero a su esposa no le parecía
prudente dada su situación emocional y los tratamientos. Cada negativa a tener
descendencia se acumulaba en los nervios de Carmelo, hasta que decidió no
insistir más y buscó consuelo fuera de casa. La pareja tenía cinco años de
casados cuando dejaron de compartir habitación. A María la traición le molestaba
menos que la sucia idea de acostarse a su vez con una extraña. Decidieron
tácitamente, continuar casados, sólo por el bien de estarlo.
-Recomiendo parar el
tratamiento con barbitúricos y anfetaminas, vista la evolución- Comentó el Dr.
Larrazábal. –Seguiremos con Tryptanol por tres meses más-
Y así lo intentaron,
pero en un par de semanas volvieron las pesadillas, el insomnio, las crisis
neuróticas y el llanto inconsolable. A estos síntomas, se adicionaron náuseas y
unas terribles migrañas que atribuyeron a la falta de sueño. El estado
permanente de somnolencia la hacía permanecer en un limbo de las imágenes, la
luz y la noche se confundían. No encontraba descanso, muchas veces no reconocía
a su hija. Anna crecía bajo los cuidados
de Félida, una morena de la etnia kariña que había llegado de Taskabaña a la
capital, arrastrada por un grupo de proselitistas socialdemócratas.
María encontraba la
calma sólo cuando volvía a su tratamiento completo. Decidió, sin decirle a su
marido, suspender las visitas médicas. Manipuló al pediatra de la familia para
que le facilitara los récipes necesarios y a medida que se hacía resistente a
las dosis, comenzó a fabricarse cocteles; primero se acercaban a lo que
Larrazábal recetaba, con el tiempo se convirtieron en una fiesta de gemas que
la hacían sentir mejor. Píldoras para combatir el terror. Carmelo estaba
demasiado ocupado con el supermercado, las reuniones de la militancia del
partido y las putas, para reparar en el estado de embriaguez farmacológica de su
mujer. Félida que en cambio podía ver el deterioro, tenía que convivir con sus
arranques de lucidez, las recaídas y los sollozos por un tal Francesco. Los
cambiantes estados de ánimo eran insoportables, la cotidianidad se hacía pesada
para ambas y los malos humores se vertían sobre Anna, quien ya con cinco años
de edad optaba por responder con pataletas y especies de convulsiones producto
del llanto sostenido.
Hacía frío, tal vez
demasiado para su frágil estado. Se cubrió con el único abrigo que tenía y decidió
salir del camarote a tomar aire fresco. La brisa salada le hacía bien, aunque
viajar en este momento sólo aumentaba sus náuseas. Estaba sola, embarazada y
sola. Regresar a Italia la hacía sentir incómoda: era una extranjera en su país
de origen también. Dos semanas de viaje. Acaso este era un buen momento para
perderse y dejar todo, pero de qué manera. Sostenida de la baranda veía hacia
abajo, sin vértigo, atraída por el mar que una vez le prometía cosas buenas. -Hola-
escuchó María, no pensó que se dirigían a ella así que siguió con su mirada
fija en la espuma que se hacía en el borde del barco. Sintió una mano sobre su
hombro, esta vez giró para encontrarse con el rostro de un hombre. Apenada se
apartó, bajó la mirada, su cuello se calentó y le sudaban las manos. Ella no
pronunciaba palabra, él sólo la observaba como si estuviese a punto de comenzar
una interpelación. Antes de que el desconocido volviera a abrir la boca, María
huyó al camarote, no volvió a salir ese día, no comió. Fue difícil conciliar el sueño, pensando en aquellos ojos, en el
instante en que aquella mano se posó sobre ella. En su reacción inmadura. En su
esposo, en la vida en su vientre. En la estupidez y en la vergüenza. En lo que
haría al día siguiente.